miércoles, 10 de diciembre de 2014

La pared de las palabras

La nueva propuesta de Fernando Pérez contiene conflictos, subrayados simbólicos y peripecias en un guion que se encarga de aligerar su fuer­te carga dramática con pespuntes de ocurrencias h­u­morísticas

No hay que asombrarse porque Fernando Pé­rez haga un filme sobre la incomunicación humana a partir de su personaje central en La pared de las palabras.

El tema ha tentado a brillantes directores dispuestos a correr el riesgo de filmar “sobre la incomunicación”, cuando precisamente el cine sería to­­do lo contrario: comunicar —por cualquier vía artística— para seducir.

El maestro Antonioni, afanado en desentrañar el alma de las mujeres, pasó a la historia del cine con su llamada trilogía de la incomunicación (La no­che, La aventura, El eclipse), y Bergman no se can­só de representar la invalidez de la pareja para en­tenderse y expresar la necesidad de recibir, o sentir amor.

Babel, de González Iñárritu, es un filme sobre la in­comunicación personal y cultural; Michael Ha­neke, uno de los mejores directores contemporá­neos, gusta tratar el tema, y Milos Forman, a quien el fil­me de Fernando parece hacerle un guiño en la escena de los enfermos mentales saliendo de ex­cur­sión, se atrevió en Atrapado sin salida (1975) a tratar el asunto desde el entorno de un hospital psiquiátrico.

Pero la senda de La pared de las palabras tiene que ver poco con todos ellos, por cuanto el eje del conflicto se adentra en el enclaustro indescifrable de un cerebro enfermo que, sin embargo, ¿piensa y construye un mundo muy particular que quisiera hacer sentir a los demás?

El filme transita por una exposición lineal en la que puede verse a una angustiada madre (Isabel San­tos) desvelada por atender a su hijo (Jorge Pe­­­ru­go­rría), ingresado en una clínica de enfermos mentales, hombre y mujeres que a ratos parecen en­tenderse y, en otros, se pierden en un sin senti­­do total.

Sufre ella y al mismo tiempo hace enojarse a su otro hijo (Carlos Enrique Almirante), y a su pro­pia madre (Verónica Lynn), que llega de visita desde el extranjero. Ambos le comprenden la en­trega sin lí­mites, que conspira incluso contra su trabajo como profesional, pero le reprochan marchar hacia la autodestrucción en el empeño de salvar a un ser condenado por la ciencia a terminar sus días ve­ge­tando.

Se sabe de historias parecidas: la resolución de una madre, o de un padre, de renunciar a la vida con tal de fundirse en cuerpo y alma al hijo enfermo y convertirse en su apoyo hasta el final de la travesía.

De ese material doloroso, que bien conoce, se vale el director para construir un filme acerca de la entrega y el dolor, pero también de una familia en su afán de integración y de un entorno social y hu­mano recreado, en buena medida, desde las relaciones de los enfermos mentales en el hos­pital.

Conflictos, subrayados simbólicos y peripecias en un guion que se encarga de aligerar su fuer­te carga dramática con pespuntes de ocurrencias h­u­morísticas y que, junto a sus situaciones concretas, le abre paso al mundo intimista, lírico, que el director recrea con una visualidad que lo convirtió en un realizador diferente en la cinematografía cubana desde los tiempos de Ma­da­gascar.

Creador por excelencia de atmósferas dramáticas, habría que convenir que los silencios del filme y las contemplaciones de los personajes in­sertados en el entorno; mar, soledad, paseos so­li­ta­rios, re­sultan un aporte de magnitud en un guion que, no obstante algún que otro giro predecible, madura una carga de impacto emocional de las que pocos espectadores escapan, y que alcanza su cli­ma en la escena donde el enfermo duerme en la ca­ma abrazado por su madre y el hermano.

Si bien las actuaciones están por lo alto, habría que destacar a Jorge Perugorría como el enfermo mental con serias limitaciones físicas, y el papel de madre, de Isabel Santos. De principio a fin la coherencia de él en gestos y reacciones es impresionante y si la película funciona como drama empeñado en descifrar lo que no se dice, aun queriéndose de­cir, se debe en buena medida a su aporte.

Tan sincera como reflexiva, La pared de las pa­labras es de esas películas que pudieran no abarrotar salas, pero sí quedarse en la memoria de los que busquen en el cine algo más que un pasatiempo.

Fuente: granma.cu