La nueva propuesta de Fernando Pérez contiene conflictos, subrayados
simbólicos y peripecias en un guion que se encarga de aligerar su
fuerte carga dramática con pespuntes de ocurrencias humorísticas
No hay que asombrarse porque Fernando Pérez haga un filme sobre la incomunicación humana a partir de su personaje central en La pared de las palabras.
El tema ha tentado a brillantes directores dispuestos a correr el riesgo de filmar “sobre la incomunicación”, cuando precisamente el cine sería todo lo contrario: comunicar —por cualquier vía artística— para seducir.
El maestro Antonioni, afanado en desentrañar el alma de las mujeres, pasó a la historia del cine con su llamada trilogía de la incomunicación (La noche, La aventura, El eclipse), y Bergman no se cansó de representar la invalidez de la pareja para entenderse y expresar la necesidad de recibir, o sentir amor.
Babel, de González Iñárritu, es un filme sobre la incomunicación personal y cultural; Michael Haneke, uno de los mejores directores contemporáneos, gusta tratar el tema, y Milos Forman, a quien el filme de Fernando parece hacerle un guiño en la escena de los enfermos mentales saliendo de excursión, se atrevió en Atrapado sin salida (1975) a tratar el asunto desde el entorno de un hospital psiquiátrico.
Pero la senda de La pared de las palabras tiene que ver poco con todos ellos, por cuanto el eje del conflicto se adentra en el enclaustro indescifrable de un cerebro enfermo que, sin embargo, ¿piensa y construye un mundo muy particular que quisiera hacer sentir a los demás?
El filme transita por una exposición lineal en la que puede verse a una angustiada madre (Isabel Santos) desvelada por atender a su hijo (Jorge Perugorría), ingresado en una clínica de enfermos mentales, hombre y mujeres que a ratos parecen entenderse y, en otros, se pierden en un sin sentido total.
Sufre ella y al mismo tiempo hace enojarse a su otro hijo (Carlos Enrique Almirante), y a su propia madre (Verónica Lynn), que llega de visita desde el extranjero. Ambos le comprenden la entrega sin límites, que conspira incluso contra su trabajo como profesional, pero le reprochan marchar hacia la autodestrucción en el empeño de salvar a un ser condenado por la ciencia a terminar sus días vegetando.
Se sabe de historias parecidas: la resolución de una madre, o de un padre, de renunciar a la vida con tal de fundirse en cuerpo y alma al hijo enfermo y convertirse en su apoyo hasta el final de la travesía.
De ese material doloroso, que bien conoce, se vale el director para construir un filme acerca de la entrega y el dolor, pero también de una familia en su afán de integración y de un entorno social y humano recreado, en buena medida, desde las relaciones de los enfermos mentales en el hospital.
Conflictos, subrayados simbólicos y peripecias en un guion que se encarga de aligerar su fuerte carga dramática con pespuntes de ocurrencias humorísticas y que, junto a sus situaciones concretas, le abre paso al mundo intimista, lírico, que el director recrea con una visualidad que lo convirtió en un realizador diferente en la cinematografía cubana desde los tiempos de Madagascar.
Creador por excelencia de atmósferas dramáticas, habría que convenir que los silencios del filme y las contemplaciones de los personajes insertados en el entorno; mar, soledad, paseos solitarios, resultan un aporte de magnitud en un guion que, no obstante algún que otro giro predecible, madura una carga de impacto emocional de las que pocos espectadores escapan, y que alcanza su clima en la escena donde el enfermo duerme en la cama abrazado por su madre y el hermano.
Si bien las actuaciones están por lo alto, habría que destacar a Jorge Perugorría como el enfermo mental con serias limitaciones físicas, y el papel de madre, de Isabel Santos. De principio a fin la coherencia de él en gestos y reacciones es impresionante y si la película funciona como drama empeñado en descifrar lo que no se dice, aun queriéndose decir, se debe en buena medida a su aporte.
Tan sincera como reflexiva, La pared de las palabras es de esas películas que pudieran no abarrotar salas, pero sí quedarse en la memoria de los que busquen en el cine algo más que un pasatiempo.
Fuente: granma.cu